El brillo del oro del Arco Minero del Orinoco seduce a mujeres migrantes

Crónica

Las minas que ocupan medio territorio del estado Bolívar demandan gran cantidad de productos y servicios, desde la producción de comida, hasta la venta de artículos de higiene y medicinas. Mujeres en condiciones de movilidad pendular acuden de lugares tan distantes como Maracaibo a las tierras del sur del país a ofertar sus servicios, incluso entregan sus cuerpos sin ninguna protección a cambio de dinero

La salida del peaje de Ciudad Bolívar congrega diariamente a más de 60 mujeres, jóvenes y niñas, de entre 14 y 65 años de edad, que esperan a camioneros para solicitarles un aventón hasta la zona sur de Venezuela, a través de 700 kms, en los cuales hay miles de minas en las que se explota ilegalmente oro y demás minerales considerados estratégicos por el Estado.

Algunas de las mujeres se quedan en las minas que hay a lo largo de la Troncal 10, la vía de más de 700 kilómetros que comunica a Venezuela con Brasil, otras deciden llegar hasta la línea fronteriza entre ambos países. Todas exhiben una tez tostada por el fuerte sol, portan cavas de anime y desgastados morrales con los colores de la bandera, amarillo, azúl y rojo, a la espalda.

La espera por un transportista puede durar hasta dos días. Si no hay cola, las mujeres se acomodan en la orilla de la carretera que lleva hacia la zona industrial de Puerto Ordaz y duermen en el suelo y al descampado. Comen lo que llevan, o lo que alguien les regala. No hay donde beber agua, tampoco un baño para el aseo y mucho menos techo para resguardarse. El hambre es un lugar común y la batería que las impulsa en el riesgoso periplo.

Las amenazas son variadas: un conductor abusador, el mosquito portador del paludismo, y un maleante que se antoje de sus escasas pertenencias, o peor,  de sus cuerpos y las amenace con desfigurarles la cara o asesinarlas si no le corresponden. Pero ellas se echan el miedo a la espalda, se agrupan para protegerse y asumen que trabajar en las minas es la única manera de obtener ingresos para sus núcleos familiares.

Están propensas al chantaje, la trata, la muerte y la violencia. Resultan casi invisibles, paradas bajo el sol, suplicando que las lleven. Las más valientes admiten el pago del pasaje con transacciones sexuales, otras prefieren omitir los datos.

Para ellas es normal, ven el cuerpo como un objeto de intercambio, explica Jackeline Fernández, abogado miembro de la Red Naranja de Amnistía Internacional en el estado Bolívar. Su cuerpo es ponderable económicamente, y en esta ecuación obvian las secuelas emocionales, físicas y psicológicas, dice la jurista.

Fernández comenta como anécdota que una de las chicas a la que asiste en su trabajo le dijo: “He tenido suerte, ninguno se ha antojado de mí. Si se antojan de uno, ya no sales de la mina”.

En el peaje el grupo es variopinto, hay madres solteras, abuelas y estudiantes, que van desde distintas partes del estado, incluso desde otras regiones del país. También hay niñas a cargo de sus hermanos. Forman parte de lo que Fernández refiere como migrantes con movilidad pendular, situación que ocurre cuando hay una ida y un retorno periódico y repetitivo entre el hogar y el sitio de trabajo. En este caso 700 kilometros y un sin número de peligros.

Vender cigarros para comprar comida

Joselin tiene apenas quince años de edad y desde hace unos meses dejó de asistir al colegio durante los días de semana para acudir al kilómetro 88 de la Troncal 10 a vender mercancía como café y cigarrillos.

Cada semana se ubica en el peaje de entrada a Ciudad Guayana y pide cola a los camioneros o a cualquiera que pase para llegar al kilómetro 88, que dista en línea recta 474 kilómetros desde el punto de partida. No siempre se queda allí. Su viaje puede llegar a tener tres o cuatro escalas como mínimo.

En el km 88 la espera su padre, dice mantener un contacto telefónico con él para que esté pendiente de ella y sepa dónde la tiene que esperar. Su progenitor ejerce como minero desde hace un par de años.

La joven continúa sus estudios en un liceo sabatino ubicado en el sector popular llamado Core 8, donde reside en Ciudad Guayana. Asegura que no siente temor al montarse en carros de desconocidos, “es lo que toca”. También afirma que la mayoría de las veces son hombres quienes le dan la cola, la acercan hasta Upata o a la próxima alcabala. Nunca ha llegado a tener malos tratos por parte de ellos, o por lo menos eso dice.

Niños a cargo de sus hermanos

Yeila vive en Ciudad Bolívar con sus tres hijos, un varón de 15 años y dos hembras, de 12 y seis años de edad. Estuvo casada, pero su esposo se fue de la casa hace cinco años, desde entonces ella ha asumido el rol de madre soltera y ha tenido que decidir dejar sus hijos solos e irse al sur del estado para poder proporcionarles sustento, calidad de vida y estudios. “Es un sacrificio fuerte pero necesario”, resalta en voz baja.

Es otra de las mujeres que espera en el peaje de Ciudad Bolívar algún transportista que la acerque a su sitio de trabajo. Vende pan, café, cigarros y chupetas. Comenta que ha tenido varias veces que bajar hasta las minas a trabajar o llegar a vender “lo que salga”.

Antes de viajar, procura dejar un almacén de comida para sus hijos de modo que no pasen hambre el tiempo que ella esté fuera. Cada vez que inicia su recorrido su hijo mayor es el que se encarga de los hermanos menores y de resguardar la casa, pero en épocas de vacaciones él la acompaña al trabajo, mientras que los demás se quedan al cuido de una tía o la abuela.

La estancia de Yeila en las minas es indefinida, puede pasar un mes o dos allá y luego regresar cuando su inversión se haya triplicado. Todo depende de cómo le vaya en el negocio.

Trabajo cotidiano

Empleo de fin de semana

Yusnaibys tiene 15 años recién cumplidos y manifiesta con orgullo ser estudiante de noveno grado. Pero rápidamente dice que no tiene recursos para seguir estudiando por sí misma. Sus padres la enseñaron a vender y a desplazarse hasta las minas porque consideran que allí se mueve mejor la economía.

Vive en la unidad de desarrollo 338, y estudia en una institución de las cercanías. El pasaje para el liceo es una de sus preocupaciones, al no tener efectivo para el carrito se ha visto en la necesidad de vender al menudeo porque no quiere dejar de acudir al centro educativo.

Se traslada a la mina en compañía de un grupo de gente, sobre todo mujeres. “No me voy del todo sola, pero nadie de mi familia me acompaña”. Una tía la recibe allá, en su casa, donde vive desde hace 5 meses. Antes solo iban y venían juntas, afrontando los riesgos del camino. Al radicarse comenzó a ganar más dinero, según cuenta.

“Yo estoy yendo para las minas desde los 13 años, allá vendo chupetas. No las hago, las compro y las revendo. Mis papás me enseñaron a comprar y luego a vender, pero ya lo sé hacer yo sola. Voy solo los fines de semana porque estudio, si no fuera todos los días. Siempre viajo hasta allá y con la plata ayudo en mi casa para la comida y con los gastos. A veces puedo comprarme algo para mí, pero siempre mis hermanitos y mi casa van primero”.

Entre semana, cumple con sus tareas del liceo y ayuda a sus padres a cuidar a sus hermanos mientras salen a trabajar. Su abuela quedó a cargo de una parte de los primos y ella hace de niñera también.

“En las minas, más que todo, veo niñas y chamas como yo. También hay niños pero no se quedan vendiendo, sino que se van a trabajar más profundo por ahí con otros oficios. Nosotras nos quedamos cerca, pendientes de las otras para no perdernos. Aunque yo ando sola por ahí vendiendo. Todas hacemos lo mismo, muy poco nos perdemos por ahí desde que estoy yendo para allá. El grupo siempre cambia, aunque a veces me encuentro con otras que siempre veo por ahí”.

A cargo de la abuela

Jessica tiene 14 años, es flaquita y con una mirada tímida. Es hija de un minero desaparecido. Ella y sus hermanos quedaron a cargo de su anciana abuela, por lo cual decidió aportar a la economía familiar trabajando desde la mina. “Yo me voy sola desde hace poco. Mi mamá está con mi tía en las minas porque mi papá tiene tiempo que no volvió más. Mis hermanos y yo nos quedábamos con mi abuela, pero tampoco los riales alcanzaban para comer, entonces tampoco iba al liceo”.

Durante un tiempo, la mendicidad fue una opción para ella y sus hermanos. Pero irse a la calle la acercó a la violencia. Una conocida se compadeció y la inició en el camino hacia la mina. “Mi abuela siempre nos gritaba y nos regañaba porque nos íbamos por ahí a pedir y regresábamos a los días, entonces yo me fui con una vecina a las minas a vender y desde esa vez me gustó. Siempre voy porque me puedo comprar lo que quiera y también les doy comida a mis hermanitos para que no salgan por ahí. Tienen 7 y 9 años”.

El trayecto de 10 horas rumbo a la zona minera lo hace en carros de particulares que se detienen a recoger mujeres en la vía. Le da miedo que un chófer se propase con ella. “A veces me voy en la noche, siempre en cola. El carro que pase y me lleve, ese es. Nunca me monto sola, me da miedo. Siempre busco irme con alguna chama o una mujer mayor que yo, me da más seguridad. Aunque siempre hay un loco”.

Los testimonios indican que lo peor que le puede pasar una muchacha en la mina es levantar pasiones en un integrante del pranato, las bandas criminales que luchan por dominar las minas. El destino entonces es ceder a los deseos o esperar las violentas consecuencias de negarse a la relación. Jessica lo tiene claro. “Allá en las minas me la paso cerca de las chamas que venden como yo, porque hay otras que se van solas y ya sabemos que para allá no es seguro.  No quiero que me maten. Yo quiero tener plata”.

Seguridad para las mujeres

Capítulo 4. El estado Bolívar de vuelta al primitivismo.

Entrevista. “La inversión es toda nuestra e igual tenemos que pagar una causa para trabajar”.

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